sábado, 19 de enero de 2013

Egipto e Irlanda, viajes al otro lado del espejo


Por Tesa Vigal


En el otro lado del espejo está lo que es nuestro pero desconocido. En el exterior, porque ambos lugares tienen un alma grande y escurridiza, hundida en el misterio. En el interior, porque todo lo pendiente en mí se colocó en primer plano, como si al contacto con lo inusual desapareciera la supuesta comodidad de lo cotidiano, dando paso tan sólo a lo esencial.

El de Egipto fue un viaje organizado que acepté por su precio barato, que lo hacía posible para mi presupuesto. Sin decir nunca jamás, porque nunca se sabe, decidí que volvería a mis viajes personales. El de Irlanda lo hice yo sola, porque lo que me llamaba a esa tierra eran motivos íntimos y particulares, justo la característica de los viajes que se hacen en solitario.

En los dos países sentí la misma curiosa sensación: la mayor parte de lo que allí existía era invisible. A pesar de la enorme cantidad de lugares por visitar, famosos o menos. 

Supongo que por eso se me quedaron grabados los momentos en que lo visible y lo invisible parecían fundirse de manera enigmática. El hormigueo  en el cuerpo junto a la gran pirámide. La densidad de mundo paralelo en el oscuro interior del templo de Luxor, al que llegamos escoltados por dos jeeps del ejército llenos de soldados que nos miraban con sonrisa desconcertante. Sin ninguna explicación. ¿Para qué? Como si los motivos quisieran acercarse, sin conseguirlo, al enigmático motor que había creado las pinturas de colores y formas imposibles de algunas de sus paredes y papiros. Los animales feroces, con forma de mosquitos de unos doce o trece centímetros, que se agitaban histéricos bajo la luz de los faroles en la cubierta del barco que recorría un tramo del Nilo. La turbación ante la gran estatua negra de la diosa Sekhmet (foto abajo), que me hizo recordar que los egipcios tenían ritos secretos para dar vida a ciertas estatuas. Diosa con cabeza de leona, poseedora de la llave de la energía destructiva y también de la salud y la vida. Obligando a fusionar contrarios, revelándolos complementarios desde un punto base que se nos escapa. La muerte una forma de vida. La vida deshaciéndose en la muerte. Y ambas remitiendo ¿a qué fuente común?

Las escaleras de piedra descendiendo a un espacio de pinturas, a modo de sótano de un templo, de por sí ya un lugar subterráneo. La infinita suavidad de piel, una piel fuera del espacio y el tiempo, en un lugar determinado del desierto. La cara de circunstancias del guapísimo guía Moheb, un apolo de preciosa piel cobriza, cuya enorme cultura me hizo sentir avergonzada. Había leído a Mª Teresa León, la mujer de Alberti. Yo, no. Su rapidez en pensar la forma que haría posible mi decisión de pasar unas horas sola, en Luxor, en algún café bonito y tranquilo. Porque descubrí que aquello no era tan sencillo como en El Cairo y tuve que aceptar la compañía de un chaval encantador, al que Moheb llamó "mi protector", y cuyo castellano impecable aprendido en el instituto Cervantes habría dejado en mal lugar a la forma de hablar de ciertos españoles. Por fin, pude pasar un rato sin hacer nada ni visitar nada, sentada en la terracita de un café donde acabé por irme harta de las miradas de los clientes, sólo hombres por supuesto.

Pero en ese rato fui consciente de que, además, el motivo para querer estar sola también incluía la soledad en compañía con la gente del grupo de viaje. De que en parte aquello se debía a congeniar poco con algunos, pero también a mi voluntad defensiva de aislarme de la gente. Esa noche, en mi diminuto camarote del barco, tuve un sueño revelador sobre ese tema que me despertó al amanecer y que apunté apresuradamente en un cuaderno, con la sensación de que había estado invocando respuestas sin darme cuenta y los espíritus del lugar me habían respondido. 

Los de Irlanda tampoco admitían máscaras. 
Se deshacían en el viento de septiembre que soplaba en Sligo, la pequeña ciudad del poeta Yeats. Había decidido mi viaje a esa zona de Irlanda, fuera de los circuitos turísticos españoles.

Desde la ventana de la habitación de mi hotel, en pleno campo, a unos veinte minutos andando de la ciudad de Sligo, se veía una montaña sagrada color verde esmeralda incluso en el día que apareció medio cubierta por la niebla. video La montaña Ben Bulben (abajo foto) cuya silueta mordida parece las almenas carcomidas de un castillo olvidado. Cerca, el lago amado por Yeats. Cerca, la piedra en mitad de un campo, mencionada en su libro lleno de historias y experiencias que le contaron sus paisanos irlandeses sobre hadas y duendes. Esa piedra  conecta mundos paralelos, pues el reino borroso comparte espacio con la zona humana, aunque no siempre esa puerta está abierta. Cerca de la tumba de la reina Maeve, uno de los nombres de la reina del reino borroso. Todos ellos lugares donde lo invisible se funde con lo visible. 

Igual que en cierto pub de Sligo con camarero de alta y delgada sobriedad y músicos tocando sentados en una mesa a partir de las seis de la tarde.

Sligo es la ciudad de la música, repleta de bares repletos de músicos. Pero aquel pub, del que he olvidado el nombre, era especial. 
Quizás por sus clientes bulliciosos y soñadores a partes iguales, o por sus sillones y sillas desvencijadas. O por la sensación de que circulaban corrientes cristalinas, o secretas, bajo el gesto sencillo de los clientes que salían a la puerta a fumarse un cigarrillo. Puerta de cristales, ventanas que abrían la música a los caminantes que pasaban por la calle, algunos parándose para mirar un rato la forma de tocar del músico cercano. Los cuervos y los mirlos, la carretera arbolada por la que llegaba caminando a la ciudad. El café restaurante en una casa antigua, sede de una fundación en torno a Yeats.

La maravillosa y barata sopa del día, suculenta y espesa como sangre de hierba. El taxista saltarín que me llevó hasta la estación de autobuses hacia Dublín. Le llamé así porque su espléndida sonrisa, sus gestos juguetones, casi infantiles, le daban una apariencia duendil. El río de agua oscura y transparente que corría con urgencia bajo el puente de piedra por el centro de Sligo. Las terrazas bordeándolo con las mesas junto a la barandilla, invadidas por el rumor del agua y la música de cualquier parte. 
Ese mismo viento, que soplaba con un frescor ajeno al frío, con algo parecido a una llamada incesante, me acompañó el primer día en Dublín. Cuando descubrí otro lugar donde se fundían mundos. Un pub, cerca del albergue donde me alojé, que era el más antiguo de la ciudad. Nada menos que desde el siglo XII, pero ese dato no basta. Nunca bastan los datos. Al contrario, a veces son engañosos. Pero en ese bar, (foto al lado), al que se llegaba cruzando un puente, había una fachada de piedra como la de un castillo sin nombre, un patio con paredes cubiertas de de hiedra y flores escandalosas, un interior abigarrado de mezcla de cristal, luces, caras, maderas, músicos (cómo no), fotos en las paredes de cualquier tiempo y lugar, barriles, camarera encantadora, aire laberíntico. 


Y los músicos callejeros, aún era verano aunque la temperatura oscilaba entre 20 y 10 grados a lo largo del día-noche. Quiero decir músicos increíbles en cualquier esquina. Y lo digo con pena porque ayer me enteré de que en Madrid se acaban de prohibir los músicos callejeros, aunque por fortuna hay desobediencia civil. 

El día antes de volver también tuve un sueño, que me afectó tanto que lo escribí con la urgencia del viento que soplaba en Dublín. Allí cerca del río, donde había puntos en los que olía a levedad imposible, a limpio descaro, a leyenda escurridiza. 

Volveré.

Por la impresión que me acompaña desde pequeña de que el mundo es un inacabable misterio, por dentro y por fuera. Como diría Castaneda: "hecho de pavor y maravilla". Por el enigma de construcciones imposibles pero reales, por el enigma del alma que las imaginó. 
Por los mundos paralelos de seres libres y de absoluta belleza, incluso entre los habitantes del país borroso más feos o grotescos (ver entrada sobre hadas y duendes en este blog)

Por el aliento de lo trascendente empapando lo cotidiano. Por raíces latiendo, más allá de espacio y tiempo, abarcando a cualquier ser humano. Por el poder mágico de la música y la poesía, que modifican o crean mundos si surgen desde el escalón más hondo.